El golfista español derrota a Justin Rose en
el 'playoff' de Augusta y se convierte en el tercer español que gana allí tras
Seve y Olazabal.
Durante 19 hoyos
que serán recordados siempre, Sergio García y Justin Rose convirtieron la
última ronda del Masters en un cuerpo a
cuerpo sin piedad que solo se resolvió en el último golpe, en el último green.
La pelea de los dos europeos de la quinta del 80, el español y el inglés,
engrandeció uno de los Masters más igualados de los últimos tiempos: solo un
jugador con la calidad de los dos que vieron alargarse las sombras
interminables sobre el Augusta National Golf Club el domingo podía haber sido
capaz de imponerse. Cualquier rendija mínima que dejara abierta uno de ellos,
un putt dubitativo, un chip torcido, lo
aprovechaba el otro sin dudar, matador. Golpe por golpe, birdie por birdie, hasta quedar sin
aliento. Nada se regalaba, nada podía darse por supuesto. Ninguno se arrugó.
Después de cada error volvían más decididos. Después de cada acierto, se
preparaban para no fallar.
No puede haber mejor forma de demostrar sus méritos para ganarse
su primera chaqueta verde, para entrar en la corte de los grandes, que doblegar
en un pulso de proporciones épicas, un duelo al sol sin final, al rival más
duro, en el campo más complicado. Como le habría gustado a Seve, ganador de la chaqueta
verde en 1980 y 1983, como aplaudió Olazabal (Masters de 1994 y
1999), Sergio García, de 37 años, entró en la corte de los grandes a
lo grande.
1. Sergio García (-9).
Ganador en el desempate.
2. Justin Rose (-9).
3. Charl Schwartzel (-6).
4. Matt Kuchar (-5), Thomas Pieters (-5).
6. Paul Casey (-4).
7. Kevin Chappell (-3), Rory McIlroy (-3).
9. Ryan Moore (-2), Adam Scott (-2).
11. Russell Henley (-1), Brooks Koepka (-1), Hideki Matsuyama (-1), Rickie
Fowler (-1) Jordan Spieth (-1).
16. Martyn Kaymer (0), Steve Stricker (0), Jordan Spieth (0).
27. Jon Rahm (+3).
La victoria no se
decidió en el green del 18, donde ambos
fallaron su putt, un golpecito que
habría decidido la contienda. Dos hierros geniales de ambos. La bola de Rose
dio un golpe afortunado en el borde del green y se quedó a dos
metros de la bandera; respondió el español con su mejor wedge del día: la bola limpia voló alta,
cayó lenta y rodó como atraída por un imán hacia la bandera: se quedó a metro y
medio. Augusta, decían los viejos, se gana metiendo un putt de dos metros cuesta abajo. El último
golpe. A su lado los 278 que habían dado ambos para llegar allí eran recuerdo.
Los 71 hoyos anteriores, pasado. A eso se redujo el torneo para ambos. Tenían
tantas ganas de seguir dándose duro que ambos lo fallaron. En el regreso al 18
en elplayoff, el suspense no duró. Rose se fue a los pinos de la derecha,
necesitó dos golpes más para llegar a green y falló un putt largo que le habría dado un mínimo de
esperanza. García lo jugó como nunca. La gloria, la grandeza, le esperaban
allí, en aquel green que tanas veces le había traicionado. Cerró con birdie, con clase, con estilo. Con grandeza.
Sergio García
comenzó jugando como si vistiera esmoquin. Tan elegante, imaginativo, creativo
y genial era su juego, como si no exigiera sudor el esfuerzo, como si ante
golpe un complicado con su hierrito en la mano, Sergio García que parecía
dictado por Seve. Los greens de Augusta en todo
su esplendor, duras montañas resbaladizas que no dejaban asentarse ninguna bola
donde querían dejarla los demás, se plegaban a los deseos de su wedge, que parecía una varita mágica capaz
de dibujar nuevas trayectorias, curvas, órbitas en la geometría trazada en la
hierba. Dos birdies en los tres
primeros hoyos, dos golpes de recuperación geniales en el dos y en el cinco
hicieron creer a más de uno que el viejo dicho que de que el Masters comienza
en el décimo hoyo de la última ronda estaba demasiado sobrevalorado.
Terminado el quinto
hoyo, donde Rose cometió bogey, los dos
norteamericanos fabulosos que actuaron de teloneros y coristas, Jordan Spieth y
Ricky Fowler, habían desparecido de la contienda, incapaces de soportar el
ritmo de los grandes. En ese momento, el marcador era claro: García, -8; Rose,
-5. En otro torneo, en otro campo, al español le habría bastado con mantenerse regular
y forzar a su rival a jugar agresivo para cometer errores, y así llegar. Otro
torneo, otro campo, no es un grande, el grande más deseado, no es un Masters.
El frac lo recogió Rose: tres birdies seguidos del sexto
al octavo. Empate a -8 a falta de nueve hoyos. Tras las escaramuzas, en el
décimo, efectivamente, los clásicos nunca yerran, comenzó el Masters.
Los dos jugadores
se pusieron ya el mono de trabajo, sudaron, resoplaron, y comenzó el verdadero
intercambio de golpes. Los dos primeros los regaló García, con bogeys en el 10 y en el 11. A falta de siete
hoyos, Rose ganaba por dos golpes. El 13, como la víspera, las azaleas tan
simbólicas y amorosas, cambió el partido. Pese a una penalización por dropaje,
el de Castellón salvó el par. Anonadado, Rose falló un putt de birdie que habría matado
el partido y dejó la puerta abierta al regreso espectacular de García: birdie al 14, eagle fantástico, casi un
albatros a lo Sarazen en el 15, y de nuevo un golpe menos. Rose le devolvió la
genialidad en el 16º. Con un birdie recuperó la
ventaja, pero la perdió en el 17 con un bogey. Sin tregua, sin
respiro, Sergio García ganó dos hoyos más tarde, 18 años después de su primer
viaje a Augusta, su primera chaqueta verde, su primer grande.
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